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Llegó el verano...

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Suancesplaya


Mucho disfrutábamos en la playa para soportar el trayecto en autobús desde Torrelavega a Suances. Era un infierno.

Solo había dos soluciones: la Pista Río o la Playa de La Concha en Suances. Yo era de los de la playa. De la playa de La Concha y con respeto a la resaca y a la bandera. La de los Locos, entonces, era solo para los locos.

La temporada de playa empezaba con una quemadura "del uno". Daba igual lo que te dijera tu madre, daba igual lo que sufriste el año anterior, daba igual lo que te contó un amigo. El verano empezaba con una quemadura; y detrás de ella, el vinagre, el aceite, la sofisticada Nivea, y más tarde el AfterSun. Aquella noche sufrías, la siguiente un poco más, y a partir del tercer día la mejoría era definitiva. Digamos que era un peaje para circular por el verano. Por supuesto, para que una quemadura del sol tuviera un cierto prestigio, era imprescindible que la espalda se pelara.

El día empezaba cargando las bolsas hasta el autobús de Casanova. Se cogía en la calle Pablo Garnica, junto a los futbolines. Sentado en aquellos asientos de madera (cuando había sitio para sentarse), a través del cristal entendías los sufrimientos del amante que partía; ibas a la playa, pero dejabas atrás los futbolines. Aunque aquellos no eran los míos. Cada barrio tenía sus futbolines y en el mío eran los de Fonta.

Calor. Mucho calor. Entonces, el aire acondicionado no se lo imaginaba ni Asimov. Se abrían las ventanas y entonces... brotaba el "aire en condiciones", y eso era todo. Evidentemente y una vez descrito el contexto, narrar el conjunto de sensaciones, y más especialmente las referidas al olfato, necesitaría de un solo capítulo de mis entregas, y mi mecenas no me lo permite. Pero daba igual: íbamos a la playa. A quemarnos.

Recuerdo el cambio de marchas de aquellos autobuses. Una pequeña palanca del tamaño de una mano, y lo mejor de todo, cambiaban sin embrague. A la vuelta, en la curva de "la morena", con aquel cargamento de personas abrasadas por el sol, la primera se quedaba corta... También recuerdo el billete, y el bolso del cobrador. Una obra de arte de la guarnicionería.

Una vez camino a la playa, la siguiente cita era ver cómo estaba la marea. Eso se veía desde "la curva de Don Pablo", que era la curva de Cortiguera que miraba a la ría, donde mi padre dio vuelta de campana con su R-8. Desde aquel día, Don José Carmona la bautizó como "la curva de Don Pablo". Evidentemente, mi padre se llamaba Pablo.

Nos interesaba saber cómo estaba la marea, para hacer el plan de qué actividades podríamos desarrollar durante la mañana y después de comer mientras esperábamos a hacer la digestión. Las dos horas y cuarto más largas de la semana. Nos importaba poco que estando la marea baja nos encontráramos con el parque temático que más podía gustarnos: un metro de altura de espuma en la orilla... y aquí estamos, ¿verdad?. Nunca nos cuestionamos de donde provenía aquella espuma.

Trabajos arquitectónicos en la orilla, palas y balón. Los más sofisticados, la cometa. Los franceses, la petanca, y todos, un arsenal de gorras, bolsas, bocadillos, botellas, balones, toallas, sombrillas...

Un bañito (de dos horas, claro), y a esperar a Doña Lucila con su bata blanca, su moño, y sus cucuruchos de quisquillas, cámbaros y patas fritas. Deliciosas... ¡qué sed!

¡Eh, mira! ¡El Mercadal! Vaya bicho. Quien me iba a decir a mí, cómo me iba a ganar la vida años después. Mi futuro pasaba delante de mi cuando era feliz. En la playa. Quemándome.

Entonces el agua nunca estaba fría, ni sucia. No había nordeste, y si lo había, solo los mayores sabían de qué hablaban. Las rocas estaban llenas de cámbaros. Las maragatas no las cojas, que se crían en la porquería. Había quisquillas, y sulas en la orilla. Y puntualmente, a las cinco, el barreno de la cantera de Cuchía.

Vuelta al autobús. La cola, el billete, la ventanilla y el calor. En casa, esperaba el aceite, la nívea y el AfterSun. Una larga noche de picores. Pero era verano...