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Sociedad

Zeska

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I

Lo reconoció nada más verlo, y lo que más le sorprendió fue su capacidad para poder hacerlo a pesar de los años transcurridos. Bastantes kilos de más y muchas arrugas que surcaban su rostro formando un relieve imposible, no impedían que pudiera reconocer aquellos ojos azules desprovistos de humanidad, cercados por unos párpados que se inclinaban fruto, suponía ella en ese momento, del desgaste natural que la vida proporciona.

Pero era él sin lugar a dudas y se encontraba ahí mismo, en su restaurante, delante de sus narices, y solicitando una ubicación para cenar en una mesa reservada con anterioridad mediante una llamada telefónica. Lo acompañaba una pareja argentina de media edad, a la que no tuvo tiempo suficiente para prestar la adecuada atención y una joven rubia de ojos azules, muy esbelta y vestida con traje de chaqueta, que a ella le pareció un atuendo excesivo para aquella noche tan calurosa. La rubia se agarraba del brazo de él de una manera que a nuestra protagonista, y probablemente a cualquier persona normal que los viera en ese momento, le parecía de todo menos la correspondiente a una relación fraternal.

Tan sólo una fracción de segundo su mirada se posó en la de él cuando le dijo el nombre al que estaba hecha la reserva, y rápidamente la desvió al libro de reservas. En parte porque su experiencia como adolescente, cuando él estaba al mando de la situación, así se lo requería en ese momento, y en parte por el miedo evidente a que le pudiera reconocer a pesar del tiempo transcurrido. Pero también por el terror que a ella le hacía sentir su mera presencia, consciente como había sido desde siempre de la cantidad de adolescentes a las que aquel hombre había sometido a las más horribles e inimaginables vejaciones.

Comprobó nerviosa, pero con mano firme, el nombre en el libro de reservas y posteriormente y de manera ceremoniosa, muy profesional, indicó el camino al comedor con la palma abierta y los dedos juntos donde una de sus empleadas esperaba solícita para ubicarles en la mesa correspondiente. El cuarteto pasó por delante de ella por el dintel de la puerta que daba a la sala principal del restaurante, y fue en ese instante cuando se dio cuenta que, a pesar de los años y el muy probable cambio de nacionalidad, aquel hombre mantenía todavía el rictus propio de un militar: pasos firmes que apoyaban todo el peso en los talones, con hombros que acompasaban los movimientos de sus piernas y, sobretodo, aquella nuca recta y cuadrada (aunque ahora poblada de cabello y no como antes, siempre rasurada por exigencias de su rango militar).

Y es así cómo Franzeska, dueña del restaurante más exitoso de Buenos Aires, tuvo aquella noche como cliente al que otrora había sido jefe del campo de concentración donde ella permaneció durante cuatro agónicos años, y donde toda su familia fue asesinada impunemente a manos de él; el conocido por todos como "Carnicero de Gross-Rosen".

Y supo también en ese mismo momento, mientras las dos parejas se acomodaban en la mesa, que jamás saldría vivo de su local.

Por lo que averigüé después, Franzeska no volvió a tener contacto con las dos parejas porque no apareció en toda la noche en el comedor. Tampoco hizo los honores de servir (como era su costumbre hacerlo cuando correspondía con ilustres invitados), el plato estrella de la carta, aquel al que a ella le había dado una gran fama como cocinera: los hojaldres amargos. Básicamente consistían en una masa de hojaldre cuya composición incluía almendra amarga y que había cosechado un gran éxito años atrás, cuando su creadora ganó el primer premio en el concurso nacional de repostería. Franzeska, como es lógico, jamás reveló el secreto de la elaboración de los hojaldres así como sus ingredientes, que constituían según los expertos, una experiencia a los sentidos. El hojaldre era crujiente en la boca, pero al mismo tiempo, se deshacía al contacto con las papilas de la lengua de manera que jamás se desmigaba de manera inconveniente, con un resultado entre amargo y dulce. Según se contaba, fruto de su éxito, Franzeska evolucionó considerablemente en su, ya de por sí, talentosa capacidad para cocinar y fue haciéndose un hueco como cocinera en afamados restaurantes, hasta que, amadrinada por la dueña del último restaurante en donde recaló, llegó incluso a heredar el negocio ante el fallecimiento de ésta. Era una española del norte, afincada en Buenos Aires hacía mucho tiempo, que regentaba un restaurante de comida española de bastante éxito, y donde Zeska, como cariñosamente le solía llamar a la joven Franzeska, encajó perfectamente en parte por su innato virtuosismo en la cocina. La dueña, que no tenía familia al igual que Zeska, enseguida la acogió como una hija, muy probablemente apiadada por su triste historia. La relación entre ambas, según se decía, se estrechó de tal manera que la antigua propietaria adoptó a nuestra protagonista días antes de que un cáncer terminal se la llevase de este mundo.

Franzeska obtuvo como herencia el negocio y una buena cuantía económica, circunstancia que le permitió abrir un nuevo restaurante en una de las mejores zonas de la ciudad; un local que antiguamente había sido una imprenta y que, de hecho, aún mantenía una enorme y antiquísima máquina de imprimir, que ella planeaba situar en el comedor del restaurante para darle un toque más vintage, tal y como le dictaba su buen criterio para el negocio. De momento, aun descansaba en un cuarto del restaurante, aunque lejos del comedor principal.

Otra de las variaciones de Zeska fue el menú de la carta. Decidió romper con los tradicionalismos y, aunque no perdió la esencia de la cocina española en homenaje a su mentora fallecida, decidió realizar un menú que rompía con los convencionalismos gastronómicos estipulados hasta entonces, a pesar de las buenas críticas cosechadas por su predecesora con su menú tradicional. Se trataba de un menú cerrado en cuatro bloques: agrio, salado, dulce, amargo, que pretendía romper con los estereotipos culinarios mediante platos elaborados con productos españoles pero con esos cuatro sabores, y que hicieron las delicias de los comensales desde el primer momento.

Pero, volvamos a aquella noche. En la mesa de los cuatro comensales se están sirviendo los famosos hojaldres amargos (uno de los platos del bloque dulce después del jamón ibérico y las delicias de bacalao del norte del bloque salado), mientras la camarera explica brevemente su composición tal y como Franzeska le ha dicho que haga: sin pistas ni detalles, manteniendo un poco el suspense por beneficio del negocio. Los comensales de aquella mesa saboreando después el primer bocado, aquel que los críticos de las guías más prestigiosas consideraban como celestial, con chasquidos de lengua aprobatorios y observando como el hojaldre efectivamente se deshace en la boca como por arte de magia con una explosión de dulce y amargo... Y, de pronto, uno de ellos tose, se congestiona, tose nuevamente mientras su cabeza pasa a tener un color más oscuro y la boca escupe espuma por las comisuras como si fuera una cerveza mal tirada... Se contorsiona hacia delante mientras sus compañeros de mesa elevan la voz y otros vecinos de mesa se giran o incluso se levantan conmocionados con la escena... Pero no mejora y su cabeza ahora es completamente azul, no respira, se lleva las manos al pecho consciente y aterrado de lo inútil del gesto... Hacia delante nuevamente pero esta vez brusco e inconsciente de manera que la frente golpea el plato... Se queda inerte...

El nazi vivo más despiadado e inhumano de la historia, causante de la muerte de más de cuarenta mil vidas humanas y asesino de todos los miembros de la familia de Franzeska, yace encima del plato del postre, con la lengua fuera hinchada y negra, coronada con espuma que continua emanando de la boca y de las narices, mientras Zeska observa la escena alejada, serena, consciente de la situación y, por supuesto, para nada conmovida.

II

La autopsia realizada judicialmente, como no podía ser de otra forma, reveló como causa de muerte una intoxicación por ácido cianhídrico. Del análisis meticuloso de los restos de la comida se concluyó que el hojaldre masticado por el nazi, que había sido servido junto con otros tres, en un mismo plato, en el centro de la mesa, estaba altamente contaminado con una dosis letal de cianuro. No se encontraron en cambio, vestigios de ese veneno en los otros tres hojaldres ni en el resto de la comida, ya fuera en la mesa del fallecido o en las mesas de los otros comensales.

El descubrimiento de la identidad real del fallecido tuvo una repercusión mediática extraordinaria, no sólo en Argentina sino también en el resto del mundo. En esa época todavía persistían asociaciones voluntarias que se dedicaban a la búsqueda de antiguos criminales de la segunda guerra mundial ocultos en Sudamérica, a los que se perseguía con el objetivo de que pagasen ante la justicia por el genocidio contra el pueblo judío. Su verdadera nacionalidad y pasado se destaparon, casi de inmediato, gracias a la labor periodística de un reportero del diario "Clarín" que cubría la sección de sucesos, y que tuvo la oportunidad de ver las fotos del cadáver gracias a una filtración proveniente del uno de los empleados de la morgue bonaerense.

Pero lo que generó más ríos de tinta (la verdadera identidad lógicamente incrementó la expectación de los medios), fue las circunstancias que rodeaban al crimen en sí. Porque, lo que no quedaba duda para la policía, la opinión pública y social, era que al nazi se lo habían cargado de la manera más peculiar y extravagante posible.

La policía valoró inicialmente la posibilidad de que todos los hojaldres estuvieran contaminados, pero fue descartada rápidamente gracias al informe preliminar de la autopsia. En la mesa se sirvió un plato con cuatro hojaldres amargos, pero sólo uno estaba envenenado. Si el nazi era el objetivo del asesino, ¿cómo sabía este que comería el envenenado y no otro? Por otro lado, cabía la posibilidad que el hojaldre con el veneno fuera masticado por otro de los comensales de la mesa. ¿Habría jugado el asesino a algún tipo de ruleta rusa con los cuatro? ¿Y cómo sabía el asesino que el nazi se encontraría en aquel lugar esa noche para tener tiempo de preparar su crimen?

Como es obvio, se interrogó a todos los presentes aquella noche pero nada se pudo sacar en claro. La rubia que acompañaba al fallecido pertenecía a cierta agencia elitista de señoritas de compañía famosa en la capital, que declaró que había conocido al difunto hacía tan sólo dos días. Se mostró muy afectada por la situación y cuando supo su identidad espetó a los investigadores un poco convincente "se lo merecía, el muy hijo de puta". La pareja que compartía mesa, en cambio, declaró que conocían a Alberto, como así se hacía llamar el difunto por lo visto, desde hacía años, aunque solamente se habían reunido con él en dos o tres situaciones puntuales. Compartían las mismas aficiones por la sigilografía y hacían intercambio de sellos (siempre y cuando hubiese interés por ambas partes), en cenas esporádicas donde todos gustaban de disfrutar de buena comida. Era la primera vez que Alberto aparecía con pareja, declararon ambos, sin intentar disimular su disgusto ante aquella circunstancia, dado el presumible rango social de la compañía. Del testimonio de la camarera que sirvió la mesa durante la noche nada se pudo esclarecer: se limitó a servir los platos y el cuarteto siempre tuvo una actitud cordial con ella.

El registro del local reveló que en un cuarto del restaurante, que también hacía funciones de despensa, se almacenaba un pequeño contenedor de cianuro junto a la antigua imprenta que, como averigüé después, forma parte de los reactivos necesarios en la elaboración de las impresiones profesionales. El contenedor fue analizado y en él se encontraron, como no podía ser de otro modo, huellas de todos aquellos que trabajaban en el restaurante: su dueña, dos cocineros, dos ayudantes de cocina y tres camareras. Todos declararon su estupor ante lo acontecido y ninguno, de acuerdo con las investigaciones policiales, pudo ser relacionado de un modo u otro con la víctima y el crimen.

¿Y Franzeska? Obviamente las pesquisas de los agentes de la justicia, así como la opinión pública, se centraron en su persona. Era conocido por todos su tragedia personal así como su pasado, siempre aireado con el beneplácito de la interesada (que hacía gala de sus ancestros judíos siempre que era posible), en entrevistas publicadas en revistas culturales y gastronómicas, no sólo argentinas como europeas. Era, de algún modo evidente que le sobraban motivos y oportunidades, siempre y cuando aquel crimen tuviera algo de comprensible. ¿Qué parte de culpa tuvo Franzeska en el asesinato? ¿Y cómo lo hizo en el caso de que hubiera sido ella? ¿Su sed de venganza había sido tan grande como para arriesgar la vida de inocentes envenenando al azar un hojaldre de cuatro y esperando que la fortuna le sonriera introduciéndose en la boca de aquel que según ella lo merecía? Ella, y sólo ella, era la que elaboraba personalmente la masa de los hojaldres que tan famosa le había hecho.

Sin embargo, Zeska se introdujo en la cocina para supervisar todo después de la llegada del fallecido y sus acompañantes, y en ningún momento se acercó a la mesa de los comensales. Además siempre declaró que jamás había visto nunca antes a aquellas personas.

Las investigaciones, tanto policiales como populares, tan importantes unas como otras, no llegaron a ningún puerto. Nada pudo ser demostrado a ciencia cierta, y nadie pudo ser declarado como sospechoso formal. Franzeska fue interrogada durante horas y siempre respondió punto por punto la misma versión de los hechos: se limitó a recibir a los clientes (a los cuales, por supuesto, a ninguno de ellos había visto con anterioridad en su vida), y posteriormente le comunicaron el horrible ataque sufrido por el fallecido cuando estaba en la cocina. La masa de hojaldre había sido preparada por ella misma en la mañana de aquel día, como hacía rutinariamente, a solas y sin testigos, evitando desvendar el secreto de su receta. Luego los horneó y los dejó enfriar en la alacena diseñada para tal efecto en la cocina, hasta que fuesen distribuidos aleatoriamente, por supuesto, durante las comidas y las cenas de todos aquellos clientes de ese día que, en realidad eran todos los que allí acudían puesto que el menú era cerrado. De hecho, añadió Zeska en su declaración, ella era la que solía ocuparse de la decoración de todos los platos que salían de la cocina, el arte conocido ahora como "el emplatado"

Y de este modo se comenzó a hablar de "el crimen del siglo", o "el crimen del hojaldre amargo", que acaparó portadas de revistas, titulares de periódicos e intensos debates de televisión en los que intervenían miembros de asociaciones a favor de la vida, literatos, reputados miembros de la comunidad judía argentina, policías jubilados y, en ocasiones, médiums y miembros de la iglesia.

Franzeska pasó a ser una figura mediática no sólo en Argentina sino también en España, donde acudió varias veces para conceder entrevistas que, en principio, versaban sobre temas gastronómicos pero que, en realidad, acababan siempre con la misma pregunta: ¿qué sucedió realmente aquella noche?, siempre con la consiguiente ganancia de pingues beneficios por cada interviú. En Buenos Aires su restaurante floreció aun más; si antes ya era difícil conseguir una mesa, ahora era imposible. El local se convirtió en uno de los iconos del pensamiento liberal, y comenzaron a acudir con frecuencia pensadores, filósofos, miembros de asociaciones no gubernamentales y, como no podía ser de otro modo, escritores y músicos de origen judío, que debatían sobre temas sociales de candente actualidad mientras saboreaban aquellos hojaldres amargos que por otro lado, se habían llevado por delante al nazi más despiadado que conoció la humanidad, para la algarabía de todos.

Dos eran los grandes misterios de Argentina de aquella época: ¿cómo se realizó el crimen del siglo?, y ¿cómo se elaboran los deliciosos hojaldres amargos que matan nazis? Misterios que dieron origen a miles de teorías algunas de ellas disparatadas que competían en interés incluso, con las teorías de conspiración del asesinato de JFK. Las teorías se mantuvieron hasta la actualidad o por lo menos para mi, hasta el día que me entrevisté con Franzeska, días antes de su fallecimiento.

El día que me reveló toda la verdad.

III

Y fue en el asilo donde ella vivió sus últimos días, el lugar en el que la conocí. Encontré una anciana seria, de ojos tristes pero de porte distinguido, que me apretó la mano de manera firme. No había acabado de sentarme en la silla destinada a las visitas cuando ella comenzó a hablar con voz clara pero resuelta, y no he de negar que me cogió algo de sorpresa.

Franzeska llegó en barco a Buenos Aires de la mano de una familia española que la acogió y que, a su vez, conocía a la que después sería su madre adoptiva, una española exiliada años atrás proveniente del norte de España. Esta última regentaba un restaurante de éxito basado en productos españoles, pero sobretodo, gracias a la elaboración de un hojaldre típico de su tierra natal, Torrelavega, y que decía que se llamaba polka. A Zeska, que de inmediato dio destellos de su habilidad en la cocina, le encantó no sólo el hojaldre, sino también el nombre, ya que le recordaba a su país de origen. Pronto aprendió el secreto de la receta y, mientras la relación entre ambas se estrechaba, Zeska comenzó a tener cada vez más y más peso específico en la cocina. Un día, preparando la masa para las polkas del día, se le cayó accidentalmente un bote de almendras amargas en polvo. Como era la hora casi de abrir el restaurante, y era imposible preparar otra para los clientes del día, no tuvo más remedio que hornearla y ver si el resultado era aceptable. Y vaya si lo fue. Si las polkas eran deliciosas, ahora eran sublimes, con una mezcla de dulce y amargo que producía una eclosión de sabores en la boca. A su madre adoptiva le encantó la idea y el éxito fue más que rotundo, naciendo los conocidos hojaldres amargos, que en realidad, aunque nadie sabía, era una discreta variación de la polka de Torrelavega y que, incluso, ganaron un premio nacional de repostería. Pasados varios años su mentora falleció quedando Franzeska al cargo del negocio. Como ella misma aseguraba, el secreto del éxito se basa en el trabajo diario pero también en la suerte, y si no hubiera dejado caer accidentalmente las almendras amargas en la masa aquel día, nunca hubiera sido lo que llegó a ser en la vida. Compró un nuevo local y decidió crear el innovador menú de cuatro bloques, y gracias a las críticas favorables de los expertos, Franzeska se encumbró en el olimpo de la gastronomía argentina. Qué lejos y equivocados estaban todos pensando en que esa cocina innovadora de sabores españoles mezclados eran fruto de ideas revolucionarias. La verdadera razón, según me confesaba ella en ese momento, era simplemente recrear las fases de su vida a través de lo único que realmente sabía hacer. Agrio o su etapa de infancia y adolescencia, con su colofón en el campo de concentración donde perdió a todos sus seres queridos. Salado o su venida a Buenos Aires, una tierra inhóspita con un atmósfera siempre húmeda y salada proveniente del mar. Dulce cuando por fin encontró nuevamente una madre a quien poder abrazar y que le permitió ser alguien en la vida. Y amargo, por el fallecimiento de esta última que le dejó nuevamente sola en la vida. Y aunque no lo había buscado así, el guiño del destino: el hojaldre amargo, dulce y a la vez amargo, creado por su madre adoptiva y perfeccionado por ella, y que reflejaba una etapa de transición entre ambos bloques, pero que, del mismo modo, era su estado de ánimo aquella noche que sucedió todo.

Después de contarme esto casi del tirón y sin posibilidad de que pudiera preguntarle algo, se giró por primera vez hacia mi (antes su mirada inexpresiva se había quedado fija en la pared), y me observó con ojos que ahora brillaban en un rostro serio, duro. Y fue entonces cuando me contó lo que sucedió realmente aquella noche.

Lo reconoció nada más verlo, y lo que más le sorprendió fue su capacidad para poder hacerlo, a pesar de los años transcurridos, y en instantes decidió que acabaría con él. No tuvo tiempo de pensar en consecuencias posteriores, posibles remordimientos y, por supuesto, en ningún momento tuvo un ligero atisbo de conmiseración. Les condujo al comedor y se acomodaron como Franzeska pensó que lo harían. Después de trabajar tantos años en hostelería es fácil conocer a las personas según sus actitudes en la mesa, y cómo se disponen alrededor de la misma. Zeska supuso, que el nazi se sentaría siempre mirando hacia la puerta. Es lo que hacen todos aquellos que tienen algo que ocultar cuando se encuentran en un lugar público (criminales, cónyuges infieles, terroristas, e incluso Al Capone, o eso se decía de él, cuando visitaba restaurante favorito de Chicago), porque de esa manera les da tiempo de reconocer a todos los presentes y reaccionar si alguien entra y se aproxima a ellos. Era una mesa cuadrada, así que a su lado se sentaría alguien, y los otros dos comensales enfrente y de espaldas a la puerta. Franzeska sabía que justo encima en el techo y cerca de la pared estaba la salida del aire condicionado, y que normalmente las señoras evitaban sentarse ahí en verano. Fuera hace mucho calor en las noches estivales y entrar a cenar con los hombros desnudos era desagradable a pesar del calor. Así que, como preveía Zeska, quien ocuparía ese lugar fue la acompañante rubia del nazi, que llevaba un traje de chaqueta, y no la mujer argentina de la otra pareja, que llevaba un vestido muy veraniego. La posibilidad de que ambos varones se sentaran juntos se descartaba, ya que es altamente improbable que dos hombres se sienten juntos cuando van con sus respectivas parejas. De este modo cada pareja se sentaría de un lado, y cada varón tenía enfrente una mujer, como corresponde al buen gusto. Imaginando esa distribución sin salir de la cocina, el resto fue tan simple como espontáneo. El cianuro, según sabía Zeska, tenía olor a almendras amargas, así que no había un sitio mejor para que no fuera detectado que introducirlo en un hojaldre hecho con ese mismo producto. En el cuarto que utilizaban como almacén, donde estaba la vieja imprenta, los antiguos propietarios habían dejado olvidada una enorme garrafa de cianuro que aún contenía líquido en el fondo. Aprovechando que los comensales de su mesa se encontraban en el bloque salado, y arguyendo la necesidad de coger más velas para algunas mesas, Franzeska fue al almacén y usó una jeringa para coger diez mililitros de cianuro de la garrafa. Luego se la guardó en el bolsillo hasta el momento en el que serían servidos los hojaldres amargos. Cuando llego el momento, y siendo ella la que siempre emplataba, Zeska dispuso la bandeja en la repisa de la ventana que daba al comedor orientada como si estuviera colocada encima de la mesa del nazi. Fue hasta la alacena donde estaban los hojaldres, escogió dos grandes y dos más pequeños e instiló el veneno dentro de uno de los grandes con ayuda de una aguja, y con cuidado de que nadie le viera en la cocina. Dispuso el hojaldre envenenado en la posición del plato que correspondería al nazi si la bandeja estuviera en su mesa, y el resto de los hojaldres según la disposición de los otros comensales, de manera que el otro grande quedaba en diagonal para el argentino, y los otros dos espacios con los hojaldres pequeños correspondientes a las dos mujeres. Luego dio la vuelta a la bandeja 180 grados, sabiendo que la camarera que atendía esa mesa cogería la bandeja con la mano derecha y la dejaría en la mesa sirviendo por la derecha de los comensales y con la misma orientación que ella había dispuesto (puesto que no había razón para que la bandeja girase durante el trayecto). ¿Cabía la posibilidad de que otro comensal no cogiera el que tenía delante? De ningún modo. Según dictan las absurdas normas sociales establecidas, contrastadas por la experiencia hostelera de Franzeska, no hay mujer en el mundo que no escoja, porción, loncha o fragmento o pastel que sea el más pequeño dentro de los que se encuentren en una fuente, cuando esta es comunitaria. Una mujer tiende siempre a coger la porción más pequeña, y el hombre tiene la tendencia inversa. ¿El otro varón cogería erróneamente el envenenado? No, ya que tenía uno grande de su lado, y sería de mal gusto alargar el brazo sobre la bandeja, con el riesgo de manchar la manga que esa maniobra proporcionaría.

Así fue cómo se consumó "el crimen del hojaldre amargo", y así fue cómo me lo contó su protagonista, días antes de su fallecimiento.

Me despidió con un apretón de manos similar al inicial, en la entrevista más extraña que alguna vez tuve. Ni una sola pregunta salió de mi boca. No obstante, ni una sola respuesta se dejó en el tintero. Se podría juzgar a Zeska por mil motivos, pero nadie negaría a partir de ahora que poseía una inteligencia superior a la media.

Franzeska falleció sola, tal y como vivió la mayor parte de su vida. Al menos su secreto no se fue con ella. Yo se lo he contado a ustedes.

* * *